a Carlos y Claudia
Daniel y Valentina estaban hipnotizados en el cono de carretera iluminado por las luces del auto. Era noche de tormenta y viajaban a Rocha, un viernes que mostraba el último cachetazo de invierno que a veces uno olvida.
Tenían el placer de estar viviendo el comienzo de una relación sin título. Los dos estaban solos, y el fin de semana anterior habían acabado juntos en una velada de romance, de esas donde con la salida del sol uno se quiere ir solo, para caminar con la gran cara de idiota que envidian los de afuera.
Volvieron a juntarse a mitad de semana sin hablar de su inexplicable interés por verse tan pronto, entre luces ámbar, velas, copas llenas de vino tinto y discos.
Abrazados post orgasmo, Daniel aprovechó para invitarla a una casita que conseguía en la playa. A ella le encantó y armaron la ida para el viernes siguiente.
Viernes. A pesar de la lluvia histérica que suele suspender una ida a Rocha, y el viento que se sumaba intentando confirmar cualquier presentimiento en la conciencia del peligro, se hicieron los boludos y quedaron en arrancar a las nueve de la noche, manejando el auto bien despacito. “Vamos charlando y sin apuros”, los dos pensaron al colgar el teléfono, frente a la amenaza de la ruta oscura y mal señalizada, y mientras miraban a la vez un cielo verde siniestro a las doce y poco del mediodía. Un “de algo hay que morir” rapidito y al pasar, recuperó la emoción, y continuaron sus respectivas tareas.
Daniel cerraba los ojos por el miedo, y luego intentaba nuevamente embocar la llave del candado oxidado para abrir el galponcito donde estaba la leña.
En el cono de luz se veían la raya blanca intermitente de la ruta, y también las gotas poderosas rebotar como clavos en el asfalto. Pero “Lion in Zion”, cantado junto a Marley, ayudaba a no perder la alegría. Es una canción de las que no importa saber la letra para que funcione, y fue el único tema que rebobinaron para escuchar de vuelta.
Llegaron a la casita, entraron los bolsos y encendieron la general. Todas las luces andaban. Los relámpagos iluminaban el cielo y mucho más, y cuando se prendía el cielo, Daniel cerraba los ojos por el miedo, y luego intentaba nuevamente embocar la llave del candado oxidado para abrir el galponcito donde estaba la leña.
Valentina armó y prendió el fuego. Daniel cortó el whisky con agua. Tiraron un colchón en el suelo y con los pijamas puestos se rieron de aquel temido miedo. Se abrazaron frente a la estufa contentos de haber llegado a un lugar al que la lluvia y el amor hicieron Hogar.
Pedro Dalton
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